Despanzurrado en la cuneta como un espantajo arrancado de su yermo
erial, Mario se llevó las manos a la nuca y palpó
asustado con etérea liviandad.
Sus falanges hicieron contacto con una amplia brecha de la cual
manaba sangre con holgazana parsimonia.
El dolor en esa zona, sin embargo, era insufrible. Cientos de
alfileres del tamaño de floretes parecían hendir su cráneo sajado removiéndose
con aguijones dotados de motilidad y voluntad propia.
A unos 20 0 30
metros cuesta abajo estaba su Ford Focus
gris metalizado, con su abollada panza
contemplando las estrellas y las ruedas girando como los piececitos de un niño
enrabietado.
A duras penas logró incorporarse sobre el arcén, pero un dolor
intenso y lacerante en la rodilla derecha le catapultó nuevamente hacia la
garganta de la agonía y se desplomó como su fuera una de las desdichadas
víctimas ajusticiadas en los macabros fusilamientos del 2 de Mayo.
No podía levantarse, debía hacerse a la idea atroz y paralizante
de que su afinidad con paralíticos y lisiados de guerra jamás fue tan íntima y
fundada.
No podía quedarse allí tendido como un botararate, tendido sobre
la cuneta, desechado como los despojos olvidados de un ágape campestre.
Por algún motivo que no lograba recordar, le resultaba acuciante,
perentorio, llegar hasta su coche, donde había quedado su teléfono móvil.
Acababa de sufrir un accidente con su coche que le había dejado
maltrecho y dolorido, pero ése no era el motivo más descollante de su zozobra
anímica.
("Lo único que
importa es llegar hasta el coche y coger el teléfono...")
¿Esperaba una llamada
importante o era él quien debía efectuarla?
Mario se devanó los sesos, pero la
respuesta no llegaba, se había quedado atorada entre las ramificaciones
dendríticas de sus neuronas.
-"¡Maldita sea!
¿Por qué no puedo recordarlo? ¡Reacciona Mario! Hay algo imprescindible que
debo recordar, pero... ¿Qué es?"
Abatido, contempló su entorno desangelado. Hacía más de media hora
que no pasaba ni un sólo vehículo por aquella carretera inhóspita con destino a Manises.
En todo caso, la noche valenciana ya hacía tiempo que se había
asentado sobre aquel páramo dominado por la deserción.
Cualquier otro conductor trasnochador que abordara aquel tramo a
esas horas intempestivas de la madrugada pasaría a toda velocidad, y sería
improbable que reparara en una figura retorcida e inmóvil, adherida al asfalto
como un esparadrapo que taponara una rajadura infecciosa en la piel.
La quietud noctámbula se vio interrumpida por el sonido de una
música que reconoció de inmediato: era "Las
Hébridas" de su compositor y director de orquesta
predilecto, Félix Mendelsohn.
"Sí, ahora
recordaba... llegaba el aluvión de recuerdos, en cascada y con banda sonora
incluida".
Mario recordaba ahora perfectamente
al fornido uruguayo de la cicatriz ovalada en el pómulo derecho que se había
identificado como Ramiro Romay.
Le había advertido de su llamada a las 03:46 minutos
de aquel Viernes 19 de Enero.
Se había presentado en la sucursal impecablemente trajeado para
cursar unos asuntos relacionados con la importación de mercancías de "alto riesgo medioambiental".
Ya en aquel preciso instante Mario intuyó que su propósito,
coronado por un halo estrafalario de misterio e imprecisión, era tan impostado
como su presunta identidad uruguaya, hábilmente falseada en un pasaporte
rudimentario abarrotado de sellos estampados de la
India, Sri Lanka, Hawai, Albania o Pakistán.
Era como contemplar a un bufón que cubriera su faz con una
ridícula máscara veneciana. Sabes que bajo la cubierta burlona surgirá el
semblante verdadero.
El cliente presuntamente extranjero le entregó un sobre, que
contenía una fotografía reciente de su hija, Alana.
Espeluznado, comprobó que se hallaba atada en una especie de potro
de tortura medieval en una lúgubre sala con aspecto de mazmorra.
Ahora lo recordaba todo... su aspecto cadavérico y feroz,
acostumbrado a las hostilidades y la extorsión. La exigencia inflexible del
uruguayo, y la llamada... la llamada que debía atender exactamente a las 03:46, ni un minuto más, ni un
minuto menos. Esas habían sido las imposiciones nefandas del villano.
"Un sólo error,
tu hija muere. Si llamas a la policía, a un vecino, a un familiar o a un amigo
de la infancia, da igual... tu hija sufre las consecuencias. Si avisas a
alguien o si abres tu bocaza de banquero, la degollamos".
"Tenía que
atender la llamada, llegar hasta el coche, coger el teléfono...".
La tonada apaciguadora de Mendelsohn iteraba
su perorata incansable agotando segundos, arrebatándole a su hija tiempo de
vida.
Tenía que coger el teléfono, pero no se atrevía a mirar el reloj,
por miedo a que las agujas le confirmaran lo que ya presentía: "la
hora pactada había expirado para entrar en una nueva espiral de locura y
horror".
Sus secuestradores perdían el botín prometido, él, perdía una
hija.
("Un solo error,
tu hija muere...").
Apenas podía moverse, por lo cual optó por adoptar alternativas
"gasterópodas" y se arrastró pendiente abajo hacia el coche, que se
asemejaba a una enorme lata de conservas espachurrada y retorcida.
Su progresión fue calamitosa. El terreno escarpado parecía
decidido a aquilatar la dimensión de su aguante físico y mortificar su cuerpo
clavándole en la piel astillas, cristales diminutos y arenisca.
El compositor alemán concluyó con su pieza. El teléfono ya no sonaba...
Mario aceleró su descenso por medio de la técnica infalible del canto
rodado, mucho más rauda, mucho más dolorosa.
Su cuerpo apaleado chocó estrepitosamente contra su coche. Ya nada
importaba, la hora fijada había expirado y su hija debía estar ya muerta.
De nada había servido rodar por la colina como un risco
desprendido. La llamada se había cortado y por su culpa, el uruguayo había
cumplido su promesa.
Compungido, comenzó a sollozar con impotencia. Entonces, sus
gemidos quedos, regalados a los centinelas de la noche, los acalló nuevamente
el egregio director de orquesta.
Su corazón estalló de alborozo; un brote de esperanza en tierra
socarrada.
Mario se apresuró para reptar hasta el interior del vehículo, penetrando
a duras penas a través de la ventanilla del conductor.
La luna estaba seriamente despedazada, así que tuvo que limpiar
precipitadamente los guijarros de la oquedad con una piedra maciza.
Aún así, al introducirse en el coche, notó como diminutos puñales
cristalinos le producían pequeños cortes y rasguños en las manos.
No importaba... podía soportar el dolor, los arañazos, la
sangre... pero no podía perder a su hija.
El espacio interior era extremadamente claustrofóbico como para
acoger en su seno un cuerpo de su envergadura, pero no necesitaba entrar
completamente... tan sólo tenía que coger el teléfono.
Lo encontró junto a la palanca de marchas. Mario descolgó al tercer tono.
-"No parece
importarle mucho la vida de su hija. ¿Cree acaso que no seré capaz de matarla?
Me decepciona usted, Sr.Robles, terriblemente... "
-"! ¡He tenido
un accidente con el coche! ¿Mi hija está bien? ¡No le haga daño! ¡Es sólo una
niña!
Mario bramaba a través de la línea,
desesperado.
Durante unos segundos la comunicación quedó en suspenso. Mario contempló la pantalla de su moderno Blackberry para comprobar si la llamada se había
cortado. No... El inicuo uruguayo de la cicatriz ovalada seguía al otro lado,
como una hiena hambrienta, acaso memorizando la cadencia de los latidos de su
corazón.
-"No se
preocupe, Sr.Robles. Alana está bien. A fin de cuentas, a mí sólo me interesa
su iris, su huella digital, ya sabe... para poder acceder a la caja de
seguridad del banco.
Eso fue lo que
pactamos, ¿lo recuerda? Tenía que esperar mi llamada y traer las llaves, todas
las llaves... tanto las de la puerta de entrada, como la de los casilleros... y
por supuesto, la de la cámara de seguridad, o el código que me comentó... o lo
que demonios le haga falta..." ¿Lo tiene todo, verdad? ¿No irá a
decepcionarme...?"
- "¡Claro que lo
tengo todo! ¡Exijo hablar con mi hija! Necesito oír su voz, saber que está
bien".
- "Ya... y yo
necesito el dinero de la caja fuerte, ya sabe.... para mis gastos, que son
muchos y caros. La verá en seguida, no se preocupe tanto por ella y preocúpese
más por mí, así todos saldremos ganando. Escúcheme atentamente, Sr.Robles.
Coincidirá conmigo en que ese accidente suyo ha sido de lo más inoportuno.
¿Podrá llegar hasta la sucursal?"
- "Estoy herido,
apenas puedo moverme, pero llegaré aunque tenga que hacerlo a rastras."
Otra vez el silencio ominoso, la partitura de una defunción.
Después, la voz furibunda de Ramiro Romay sesgó la noche
nuevamente.
- " Es un
infortunio, una adversidad inesperada, Sr.Robles. Voy a tener que enviarle a
alguien, ¿se da cuenta de la que ha liado con sus prisas al salirse de la
calzada? Como comprenderá, cada segundo que discurre es tiempo perdido que me
aleja de mi botín y a usted... de su añorada Alana.
Sabe perfectamente
que si está tratando de ganar tiempo o engañarme, su hija sufrirá las
consecuencias, y no queremos que eso suceda, ¿verdad, Sr.Robles?"
- "No le engaño,
puede fiarse de mí. Estoy en el Km.19 de la carretera que va a Manises. Mi
coche es un Ford Focus metalizado. Lo verán volcado a pocos metros de la
cuneta".
-"Iremos a buscarle.
No me la juegue y podrá volver a abrazar a su hija. Si esto es una emboscada o
una trampa de cualquier tipo... ya sabe... no necesito contarle más."
Mario iba a replicar enérgicamente,
pero entonces, la línea quedó muda, una vez más.
Media hora más tarde aparecía como flotando sobre el asfalto un
flamante Mercedes gris metalizado.
De su interior emergieron tres fornidos encapuchados que lo
arrastraron en volandas hasta el alternativo medio de transporte.
Le introdujeron con innecesaria rudeza en el asiento posterior,
donde le ataron, amordazaron y encapucharon.
Los dolores eran incesantes, especialmente aquellos que habían
decidido asentarse en la zona de la nuca, donde la brecha seguía vomitando
hilillos de sangre cada vez más míseros.
El coche planeaba sobre el asfalto como un cóndor sobre ruedas. A
los pocos minutos se detuvo con exagerada rudeza y le sacaron del compartimento
trasero a empellones.
Entonces le quitaron la caperuza, liberándole también de la
mordaza, pero ellos no se descubrieron.
Una voz ya sobradamente conocida por Mario le habló por la espalda, con
amabilidad y naturalidad afable.
Era Ramiro Romay, el presunto uruguayo.
Sólo él mostraba con prepotencia su rostro desalmado. A su lado, temblaba de
miedo su pequeña, Alana.
Le observó con arrogancia durante unos instantes, como si
celebrase el estado calamitoso en que se encontraba, apoyado contra el coche
como estaba, para no desplomarse.
- "Bueno... ya
está aquí. Vamos a ver si podemos ir comenzando. Está usted hecho una
ruina, Sr.Robles, pero no se preocupe, somos buena gente, de verdad.... le
ayudaremos en todo cuanto sea preciso para que podamos acceder sin
contratiempos a la cámara del tesoro. En su estado no creo que vaya a hacerse
el héroe ¿verdad? Como verá he cumplido con mi parte, su hija está
perfectamente, puede comprobarlo por usted mismo."
Padre e hija se miraron sin decir nada, con lágrimas en los ojos,
soportando la agonía del secuestro.
El uruguayo hizo un ademán a sus esbirros y éstos, obedientes, le
ayudaron a caminar. Estaban ante la sucursal, Rápidamente entraron en una
sabana siniestra de calma entre penumbras, formando una clandestina ringlera de
almas atormentadas por el miedo o la codicia.
Como lobos esteparios hambrientos y voraces, pasaron los controles
pertinentes, ganándole la partida al tiempo, acaso saboreando ya las mieles de
un desenlace que haría ricos a unos y libres a otros.
Huella digital, reconocimiento de iris y de voz, y, finalmente, la
cámara del tesoro.
Mario echó la vista atrás. Alana caminaba a trompicones junto al
malévolo uruguayo, quien la aferraba con sus manos férreas como grilletes.
Un ronroneo jubiloso se apoderó de la canalla comitiva cuando se
encontraron ante la monumental puerta de impenetrable acero, que daba acceso a
una inmensa sala repleta de casilleros dorados y pilas de lingotes.
El gigantesco y robusto portón tenia en el medio una especie de
volante negro con aspas. Debajo, una pequeña pantalla táctil con un lector
numérico, donde había que introducir un código de tres dígitos para activar la
apertura automática de la puerta.
- "Y ahora,
Sr.Robles -Habló el uruguayo con evidente tono triunfal- introduzca el código
de apertura".
Mario se plantó ante el teclado con la ayuda de uno de los
espeluznantes matones, pues las piernas apenas le sostenían, e introdujo el
código solicitado: 292
Entonces sonó un zumbido en señal de renuente protesta...
- "¿Qué demonios
ha pasado? ¿Qué ha sido eso?" -Atronó a su lado el uruguayo- ¿Pone en riesgo la vida de su hija en el último momento, cuando ya estamos
a punto de dar por concluida nuestra amistosa excursión nocturna?
- "Me he debido
equivocar, con el accidente se me olvidan algunas cosas, no soy capaz de
recordar el número correcto... -Lloriqueó Mario. El matón que le sujetaba le asestó un pavoroso
puñetazo en las costillas-.
Se desplomó al suelo como un saco roto y cayó pesadamente sobre
las rodillas. Una vez en el suelo, sus depravados acólitos completaron la
tortura sumándose a un frenesí de golpes y patadas en el abdomen.
Mario se retorció ensangrentado, destrozado. Alana Chillaba
y pataleaba, pero el uruguayo la retenía fuertemente agarrada entre sus manos
como grilletes.
- "¡Basta ya! ¡Es suficiente!
¿Ha visto, Sr.Robles, lo que me ha obligado a hacer? Somos gente pacífica,
créame, excepto, claro está, cuando nos hacen perder el tiempo o cuando un
alfeñique como usted trata de jugárnosla".
Uno de los matones le izó como si fuera un trapo sucio y le apoyó
contra la puerta.
- "Tiene una nueva
oportunidad, Sr.Robles. Es su día de suerte. Pero recuerde que la próxima
paliza se la daremos a su hija. Hablo en serio, y lo sabe..." -Amenazó Ramiro Romay-
- "Ahora
introduzca nuevamente el código, y le aconsejo que no se vuelva a olvidar o a
equivocar... sin ánimo de resultar pesado, le insto a recordar quien recibiría
el castigo... ¿Cree que podrá hacerlo bien esta vez, Sr.Robles, sin errores?"
- "Sí, esta vez
no habrá fallos, introduciré el código correcto" -Balbuceó Mario-
Sus dedos, mariposas extraviadas que no supieran discernir entre
arriba o abajo o derecha e izquierda, marcaron el primer dígito. En la
pantallita apareció un: 2
Entonces, temblaron de pánico e incertidumbre ante el: "5... O era un 8, o seguía la serie un 3... Un 6,
tiene que ser un 6... No, no me acuerdo, no... Debe ser el 5...".
- "¿Cómo sigue
la serie, Sr.Robles? -Rugió a su lado Ramiro Romay- ¡Vamos, haga un esfuerzo, por su hija! son sólo dos
números, sólo dos dígitos más.
Mario se aporreó las sienes en un acto frenético y cuasi
patológico.
- "!Maldito
accidente, maldita carretera y maldita mi memoria¡"
El uruguayo encontró su monólogo de lo más divertido y le dio unas
palmaditas en la espalda.
- "Eso es, Sr.Robles... lo está haciendo muy
bien. Piense, cavile... ¿Cómo continúa la serie?"
- "¡El último
dígito es otro 2, estoy seguro, es un 2¡" -Exclamó de pronto Mario,
dichoso con la repesca milagrosa del número que concluía la serie de tres
dígitos-
- "¡Muy bien,
Sr.Robles! Siga así, ¡lo está haciendo genial!"
El dolor en la cabeza era insoportable y le izaba hacia negruras
impenetrables. Los números bailaban ante sus ojos fatigados como un batallón de
hormigas hacendosas.
- "Tenemos un 2, y otro más al final de la serie.
Nos falta sólo el del medio. ¿Cuál diría usted que es? ¡Vamos Sr.Robles! le he
visto dudar entre el 5, después el 6, otra vez el 5... ¡Decídase, sea valiente,
por su hija!"
Mario miró a aquel fantoche miserable
con pleno aborrecimiento, pero Ramiro Romay no era esa clase de persona que se
pueda amilanar ante el reproche o la acuciante sed de venganza de aquellos a quienes
torturaba tan despiadadamente.
Sus dedos se posaron sobre el número 6. Parecían decididos a
aplastar esa tecla con firme decisión.
- "El 6 -Murmuró complacido el uruguayo-. ¿Está
usted totalmente seguro, Sr.Robles? Piénselo bien, medítelo, no vaya a ser que
cometa otro error... y eso ya sabe que resultaría fatal para su pequeña."
Mario cerró los ojos como un orante y sus labios comenzaron a recitar
cifras. El uruguayo estalló en carcajadas y se deshizo en hoscas bromas con sus
secuaces encapuchados.
Entonces, inesperadamente, Mario abrió los ojos y marcó el dígito
completo, sin la menor vacilación.
En la pantalla digital apareció un número mágico: 252.
La puerta emitió un sonoro silbido seguido de un "Clack", y comenzó a recular muy lentamente.
El uruguayo y sus vasallos lo celebraron abrazándose como alevines
de un equipo de fútbol goleador.
Mario Permaneció junto a la puerta,
apoyado contra la pared, como un trasto inservible destinado a la planta de
reciclaje.
Los matones de Romay comenzaron a entrar en la cámara
acorazada. El uruguayo volvió a aprehender a Alana.
- "Ella se viene
conmigo -Dijo en tono ufano y jocundo- mientras despachamos los asuntos que nos han
convocado aquí, no sea que en el último instante tengamos un disgustillo... ya
me entiende, la niña podría echar a correr si la dejo con usted, pero descuide,
que la vigilaremos bien ahí dentro, mientras nos hacemos mis amigos y yo un
poco más ricos...
Usted no se mueva ni
haga tonterías -Añadió- aunque viendo su estado tan calamitoso no creo que
le queden fuerzas ni para mantenerse de pié usted solito. -Le
sonrió con dientes de alimaña carnicera e insaciable.
Tendió su mano, expectante. Mario sabía perfectamente lo que debía
hacer, y sin la menor queja le entregó un manojo de llaves con etiquetas de
colores numeradas.
Alana y aquel
depredador entraron en la sala del tesoro. Mario esperó afuera,
pacientemente, espiando a los canallas que retenían a su hija.
Estaban ya llenando sacos enormes con el contenido de los
casilleros.
Entonces, en un momento de descuido, cuando los malhechores se
hallaban en pleno carnaval recaudatorio, el uruguayo aflojó el yugo de su
presa... sus manos, que circundaban el cuerpo menudo de Alana, se aflojaron para reprender a
sus secuaces, exigiéndoles celeridad.
Ese fue el instante en que la niña decidió arriesgar su vida para
salvar la suya propia y la de su padre malherido.
No era ninguna ingenua y no contaba con que aquellos desalmados
fueran a dejarles vivir una vez que hubieran desvalijado el banco y se
aprestaran a fugarse con el botín incautado.
Valerosa, rabiosa, furibunda, Alana hincó los dientes en la mano derecha
del uruguayo como si fueran los colmillos venenosos de una cobra.
Ramiro Romay la soltó, aullando de dolor. La niña aprovechó aquella ocasión
para propinarle un patadón temible en la zona del bajo vientre. Entonces echó a
correr.
El uruguayo quedó tendido en el suelo, retorciéndose de dolor. Sus
secuaces tenían las manos llenas. Cuando se apercibieron de lo que estaba
sucediendo y posaron los sacos rebosantes en el suelo para extraer sus
pistolas, ya era demasiado tarde. Impotentes, incrédulos, rugiendo como
demonios, observaron cómo se cerraba la puerta.
Después, un ruido estruendoso los dejó confinados, prisioneros en
la cámara del tesoro.
EL CÓDIGO 252 –VÍCTOR VIRGÓS-